El voluntario más longevo de PROYDE
Francisco Javier Cuesta Ramos, el más veterano de los voluntarios de PROYDE, nos abre las puertas de su memoria viva para compartirla con sus amigos y conocidos. Agradecemos que nos permita entrar en su historia personal y, sin duda, todos podemos aprender mucho de una vida dedicada a la familia, a PROYDE y a muchas otras nobles causas.
Nos cuenta nuestro amigo y compañero Paco Cuesta:
“Nací el 4 de diciembre de 1935 en Revilla de Pomar, provincia de Palencia, municipio de unas 30 familias, dependiente de Aguilar de Campoo.
Tengo recuerdos de los crudos inviernos de mi infancia; toda la familia encerrada al calor de la cocina y de los animales compartiendo techo y muros con nosotros.
En mi familia éramos cinco hermanos. Cada dos años se agregaba uno al equipo. La víspera de la Navidad llegó mi hermana María de las Nieves Natividad. Así es que el belén, que cada año dirigía celosamente nuestra madre con grandísima ilusión y creatividad, se improvisó de manera genial e irrepetible. Lo celebramos con todo entusiasmo y los mayorcitos nos constituimos en directores de la fiesta para rematar la inauguración del belén artificial que estábamos construyendo como siempre con arena fina, musgo, ramitas y demás cosillas propias de nuestra celebración navideña.
Mi escolaridad empezó en la escuela del pueblo. En esta escuela teníamos una maestra primeriza que se ejercitaba con el conglomerado de chicas y chicos de pizarra y pizarrín individual, o en el mejor de los casos lapicero de madera de las “libretas de cuentas”. Hacía lo que podía con todos nosotros.
Con frecuencia en invierno, una gruesa capa de nieve cubría los tejados y las calles. Al salir a la calle a buscar agua en la fuente municipal o ir a la escuela o a la iglesia nos enfrentábamos a una red de pasillos sobre la nieve que enlazaban unos domicilios con otros. Mantener el tránsito callejero sobre la nieve helada, era responsabilidad de los dueños de las casas lindantes con las aceras de los domicilios. Los que quitaban la nieve recibían el nombre de “espaladores” y ejercían el servicio con esmero y eficacia.
La experiencia ancestral tenía respuestas y tratamientos caseros para las enfermedades habituales, ya que estaban obligados a combatirlas o soportarlas con escasos remedios. Cuando alguien enfermaba de gravedad, la práctica imposibilidad de visita médica, se remediaba con las “virtudes de los experimentados” en remedios tradicionales. Si, finalmente fallecía, se improvisaba una senda hasta el cementerio. Todo así dispuesto, el señor cura y el grupo de cuantos se consideraran capaces de seguirle, conducían el cadáver al cementerio para “darle tierra” al estilo y modo ancestral. El médico, tenía muy difícil ascender los mil doscientos cincuenta metros de altura, entre su domicilio en Pomar y el de sus pacientes en Revilla, con todo el camino soterrado bajo la nieve.
De este modo he intentado describir el paisaje recorrido mientras iba cumpliendo años y se sucedían cambios sorprendentes en mi casa. Primero se vio asediada por un cuerpo de ejército procedente de Cantabria, debido a que Revilla cierra el paso entre Santander y Burgos. El convertirnos en punto estratégico entre los dos frentes, ocasionó alguna muerte por disparos perdidos, como la de mi abuelo, por una desafortunada salida de casa.
Entre los diez y los doce años, durante los meses de diciembre a marzo, en que había menos urgencias en cultivar nuestros campos, mis padres me enviaban al colegio menesiano de Aguilar de Campoo, para mejorar en lo posible la enseñanza primaria recibida en mi escuela. Estos años en Aguilar, además de estudiar con los fraile, ejercía de “hermano mayor” en casa.
Mis padres, cristianos fervientes, comprometidos en bautizar a los hijos y ofrecerlos a alguna congregación religiosa, buscaban la oportunidad de enviar a todo su prole a alguna congregación religiosa como los abuelos, que habían ingresado a las tres hermanas de mi padre en la Congregación de Religiosas Franciscanas de Montpellier. La mayor de ellas, ejercía de superiora en el Colegio de Santo Domingo de la Calzada (Logroño). Esta circunstancia explica que mis dos hermanas, una de seis y otra de cuatro años, disfrutaran del internado desde antes de la guerra de 1936.
La ilusión de mi madre era poder tener un hijo misionero en Molokai, como el Padre Damián.
Después de la guerra un día pasó, por aquel pueblecillo perdido en la montaña palentina, el reclutador de los Padres Maristas, el P. Hermenegildo y consiguió de mis padres ingresarme interno, como “aspirante”, en los Padres Maristas de Vera de Bidasoa (Navarra). Allí cursé los cinco años de bachillerato, privado, no oficial. Seguidamente hice la filosofía y la teología, ambas completas, como un seminarista más, decidido a profesar como novicio de los Padres maristas y concluir con la ordenación sacerdotal.
La vida no es un camino de rosas y Dios escribe derecho con renglones torcidos. Así es que, después de tres años de lucha y reflexión profunda, con ayuda de psicólogos y directores espirituales, tuve que afrontar el inmenso disgusto personal, familiar y de mi congregación religiosa, la víspera de formular el compromiso final de mi consagración al sacerdocio, como Padre Marista y volver al laicado, sin abandonar el compromiso irreductible de cristiano activo donde se me admitiera.
En 1957 convalidé mis cursos, legalmente superados, de bachillerato y de Filosofía y Teología en el Instituto Milá y Fontanals en Barcelona.
Cumplí el servicio militar obligatorio en el ejército de Marina, en Madrid, sin mérito especial. Años más tarde, sin saber que era conducido por “Él”, como siempre, llegué a prestar mi ayuda al párroco de San Patricio, en Madrid. Todo ello ha venido a ser un gran regalo en mi vida.
Después de mi jubilación como empleado del BHA (Banco Hispano Americano), los años, la vida, con sus circunstancias imprevistas, me condujo a La Salle y, en definitiva, a PROYDE en 1993.
Desde 1993 han pasado 28 años disfrutando de PROYDE, mientras desempeñaba diferentes funciones: Preparación y seguimiento de los viajes de los voluntarios de verano que visitaban a los misioneros para conocer su gran labor e intentar prestar compañía y en lo posible alguna ayuda. En aquella época eran grupos muy numerosos y había que sacar visados, comprar billetes de viaje, formalizar los seguros de asistencia y permanecer siempre atento a posibles incidencias para que todos se sintieran acompañados allá donde estuvieren hasta regresar a su domicilio u oficina de procedencia.
Colaboré con el H, Julián Jauregui en tareas de secretaría, de archivos, elaboración de la documentación propia de cada uno de los proyectos y de relación con todas las instituciones de las que PROYDE dependía como Organización No Gubernamental para el Desarrollo, especialmente durante el tiempo cercano a su jubilación.
El H. Pedro Arrambide, me entregó desde el principio su delegación para representar a PROYDE ante diversos organismos y ONGD. Durante veinte años asistí a la Asamblea General de la Coordinadora estatal de ONGD de España para representar a PROYDE.
Pedro Arrambide también me encomendó la responsabilidad de acoger a los voluntarios, tanto locales como a los que venían para hacer las prácticas. Esta actividad y la atención del teléfono, se me ha dado bien, y me ha dado ocasión de presentar a PROYDE algún contacto. Han sido unos de los servicios que he prestado en la sede de PROYDE a lo largo de los años.
También tuve muy buena relación con Javier Sánchez y con el Hermano Eusebio Fernández. Fui su colaborador en las tareas que me iban encomendando.
No olvidaré nunca el viaje que hice a varios países de África del Oeste como representante de PROYDE, para conocer los proyectos que se estaban haciendo y encontrar a los Hermanos en su ambiente misionero. Visité las obras de Togo, Benín y Costa de Marfil.
Termino dando gracias a Dios, a La Salle y a PROYDE por estos 28 años de intensa colaboración.
Francisco Javier Cuesta Ramos